Todos los
reunidos buscaban una explicación sobre lo ocurrido. Las acusaciones iban y
venían por la sala. Unos a otros se alzaban la voz o los puños según les
dictaba su naturaleza, pero nada ponía fin a la discusión.
Una voz como
el trueno silenció el algarabío, y todos giraron las cabezas para cruzar la
mirada con la de su señor. El miedo atenazaba sus corazones, pues cuando
manifestaba su majestad nadie se atrevía a desafiar la supremacía de aquella
autoritaria figura sedente que los observaba con pesar. Hizo un gesto con su cetro y designó al más
dotado de todos pidiéndole que se acercara.
El muchacho
medía apenas tres codos y su rostro seguía siendo joven, carecía de vello alguno en su redonda cabeza y en todos los
rasgos de su rostro. Su ojo derecho era del color de la jalea real y tan
inquisitivo que ninguno de los presentes podía sostener su mirada más de un
segundo. El izquierdo era de un gris tan pálido que casi podrías creer que era
blanco y ciego, pero tan misterioso que muchos de los que lo miraban quedaban
embrujados.
-
Escuchad,
bienaventurados señores de los hombres – exclamó alzando los brazos para captar
la atención de su reducido público –. Pues esta es la historia de cómo la
soberbia nos condujo a nuestra funesta caída y encierro. La historia, oh
dioses, de quien nos condenó.
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Cuenta la
leyenda que nunca ha existido un héroe como Beligeronte, ni tan apuesto, ni tan
diestro con las armas, ni tan capaz en el arte de las palabras. Los dioses
velaron por su entrenamiento y protección desde el momento de su portentoso
nacimiento, pues en su destino se había fijado que acabaría con la oscura
sombra de los Dioses del Caos.
Tres fueron
sus tutores: Aristometis, el Búho Ancestral, Pangastro el Gigante Insaciable y
Ragé, el Frío Viento del Oeste. Cada uno de ellos le enseñó el arte de la
disciplina en la que más destacaban: la estrategia, el combate y la caza.
Pero la
aguda intuición de Beligeronte le hizo sospechar que sus maestros callaban
muchos secretos acerca de las artes que domeñaban. Así pues, urdió un plan para
derrotarles y obligarles a revelarle aquellos conocimientos que guardaban tan
celosamente.
En la morada
arbórea de Aristometis tendió una enorme red entre las ramas de los árboles.
Después le arrojó flechas y venablos hasta que la bestia salió despavorida
hacia el cielo y quedó atrapada en aquella intrincada maraña. Cuando cayó al
suelo, Beligeronte la aseguró con recios nudos y sólo quedó liberada cuando
todos sus secretos le fueron revelados, entre ellos cómo derrotar a su
insaciable maestro.
Pangastro
era mucho más fuerte y fiero que Beligeronte y diez veces más irascible, de
modo que aprovechó esta debilidad y le provocó para que le persiguiera a lo
largo de llanuras, colinas y bosques. Cuando Pangastro no pudo dar un paso más,
Beligeronte le empujó a una honda sima dónde quedó cautivo. Por derecho de
victoria, le pidió que revelara todos sus secretos, pero Pangastro se negó.
Aunque la terquedad del gigante le contrariaba, Beligeronte llegó a un acuerdo
con aquella criatura a pesar de su posición aventajada: sería liberado si le
ayudaba a derrotar al viento del Oeste, a lo que el gigante asintió enojado.
Ragé rió con
fuerza huracanada cuando le retaron a una carrera hasta la honda sima donde
Pangastro aguardaba, ignorante de la situación de su compañero y de los planes
de su pupilo, pero aceptó de todos modos, pues disfrutaba con el sentimiento de
victoria. A pesar de la nada desdeñable velocidad de Beligeronte, y por mucho
que se esforzó, Ragé le derrotó. Pero al atravesar la meta designada fue
atrapado por las enormes manazas del gigante, e incluso un viento tan fiero y
frío como Ragé fue incapaz de escapar de aquella presa irrompible.
Beligeronte
encerró al viento en un saco mágico confeccionado a tal efecto con el vientre
de un troll, y entonces le obligó a revelarle todos sus secretos. Pero ni
siquiera después de que su maestro hubiera revelado sus conocimientos quiso
liberarle, ya que podría llegar a serle útil en el futuro.
Cuando
Pangastro pidió que se le liberara, recibió una negativa como respuesta, ya que
si no revelaba antes todos sus secretos Beligeronte le dejaría allí hasta que
muriera de hambre. Pangastro, torturado por la agonía de la inanición, prefirió
devorarse a sí mismo y que su saber muriera con él antes que compartir sus
experiencias con un mortal.
Sólo cuando
hubo demostrado que podía derrotar a sus maestros, recibió los regalos de los
dioses. Las aguas del río junto al que se entrenaba se partieron en dos, y
durante un segundo la imagen de tres dioses se manifestó sobre tres objetos de
extraordinaria manufactura: el Hacha del Señor de la Guerra, el Escudo de la
Defensora y la Armadura del Herrero Tuerto.
Cómo es que
pudo portar esas maravillas, os preguntaréis, pues estaban destinadas a ser
blandidas tan sólo por aquellos dioses...
Portentosa
fue la génesis de Beligeronte, como revelé al inicio de mi relato, pues tres
veces vino al mundo mortal, una por cada objeto que debía portar. Tres diosas
se ofrecieron como sus progenitoras, las mismas diosas que a su vez dieron a
luz a aquellas deidades: Dumalasta, Diosa de las Pasiones y el Conflicto, madre
del Señor de la Guerra, Beltístore, Diosa de las Montañas y las Grutas, madre
de la Defensora, y Mneméter Diosa de la Inspiración, la Inteligencia y los
Recuerdos, madre del Herrero Tuerto.
Las tres le
gestaron en sus vientres y las tres ungieron su cuerpo con su sangre, pues
Aster, el Dios Padre, dispuso que sus hijas sufrieran de nuevo los tormentos
del parto para dar a luz al Azote del Caos.
Grandes
hazañas llevó a cabo con aquella panoplia sagrada, dando muerte a la miríada de
criaturas que los Dioses del Caos arrojaron en su contra. Lobos salvajes,
monstruosas arañas de doce ojos, serpientes aladas que escupían fuego,
engendros deformes cuya visión desafiaba la cordura de los mortales, seres
inmundos y depravados, demonios que provenían de la oscuridad exterior y otros
mundos desconocidos...
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Las voces de
los allí reunidos rugieron de furia en aquel punto de la narración. Unos
afirmaban que Beligeronte les había engañado, pues las leyendas decían que
sería su salvador, y no su carcelero. Otros, que nunca se debía confiar en un
mortal, por buenos que fueran los augurios que le acompañaran. Pero tan pronto
como surgió la disputa, el Narrador clavó una fulminante mirada en su público y
habló con estas aceradas palabras:
-
¡Ah,
inconstantes! No alzasteis queja alguna cuando Beligeronte liberó Acrinea de la
Bestia Cambiante que asolaba sus cultivos. ¿O es que habéis olvidado quién dio
muerte al gigante Masteonte, que abrasaba las villas de Tetrafite o expulsó al
Vacío Exterior al Dragón Esmeralda que transformó el Mar Interior en una laguna
de ácido y azufre innavegable? A todos venció Beligeronte, y en vuestras
tierras le honrasteis con regalos y bendiciones. ¿Acaso no derramaste
abundantes lágrimas tú, Náufeles, cuando la gigantesca flota de tu rey Ilo se
deshizo en la misma orilla de sus puertos? ¿Acaso impedisteis los sacrificios o
cejasteis en el empeño de vuestras gentes en quemar los muslos de toda clase de
bestias en los altares de los dioses?
El rubor
hizo presa en los rostros de los congregados, sabedores de que las palabras del
Narrador eran ciertas. El escrúpulo y la vergüenza sellaron sus bocas como
tapón de cera en ánfora de vino y el relato siguió su curso.
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Pero por muchas
huestes de monstruos que se interpusieran en su camino, los pasos de
Beligeronte no se detuvieron, ni mermaba en su corazón el ánimo, y es así como
se abrió paso hasta la frontera entre los Reinos Límite y las Mansiones del
Caos.
Tan sólo
había dejado una huella tras de sí al traspasar el velo entre ambos mundos, e
inmediatamente el desasosiego se instaló en su corazón, pues sólo halló un
inabarcable páramo desolado en cuyo cielo no brillaban las estrellas, y donde
la sangre y el polvo de hueso se acumulaba en el horizonte formando dunas
deformes como jorobas de camello. En cada una de las cimas se alzaba la morada
de uno de los Dioses del Caos: la fortaleza de obsidiana de Kakypnos, el Señor
de las Pesadillas, el bastión de acero y cristal de Aponiktós la Noche que se
Cierne o la morada de herrumbre y hollín de Kataclismo, amo de la Decadencia y
el Deterioro.
Siete
Mansiones con siete horrendos moradores, con siete portalones que se vinieron
abajo cuando Beligeronte convocó los poderes de su hacha sagrada. Y furiosos
rugieron los Dioses del Caos, precipitándose sobre Beligeronte como una marea
de destrucción. Las armas de los dioses golpeaban y detenían golpes con
precisión divina, pero hasta en una panoplia como aquella se podía encontrar un
hueco donde rasgar y atravesar la carne.
Beligeronte
no pudo derrotar a tales poderes superiores, y finalmente una garra
centelleante traspasó su defensa. Las fuerzas le abandonaron y la oscuridad
veló sus ojos...
Su sombra
descendió con la gloriosa panoplia a las tristes mansiones del Inframundo,
traspasando el umbral entre el mundo de los vivos y los espíritus, en la Sima
Inconmensurable. Las criaturas que allí moraban apartaron la mirada de aquel
crisol descendente, pues su mera visión causaba un dolor atroz. Se presentó
ante el Señor del Inframundo, soberano de las lúgubres profundidades, y así
habló sin quebrantarse su valor:
-
No podréis
retenerme en vuestro palacio por mucho tiempo, tenebroso señor, pues porto las
armas de los Dioses. Si obráis contra mi voluntad me abriré paso entre tus
sirvientes, como la guadaña siega la cebada y el fuego devora los bosques.
Éste no se
arredró ante tales amenazas, pues bien sabía que en su morada las armas de los
dioses celestes eran inútiles. Más aún, retó a Beligeronte a que cumpliera con
su juramento. Y, en efecto, las armas celestes ni siquiera rozaron la oscura
figura del dios.
-
Dos derrotas
en un día son muchas para un mortal que estaba destinado a tan grandes hazañas.
Relaja los miembros, acepta los dones del Inframundo y retén estas palabras en
tu memoria: aquel que franquea la puerta que se adentra en mi triste morada no
la traspasa de vuelta. Habéis consumado grandes gestas y os merecéis el
descanso final. Desistid, pues nada queda más allá de este lugar que merezca
vuestro esfuerzo.
Así habló el
Señor del Inframundo, mientras una sonrisa se dibujaba en su boca, pero
Beligeronte no se rindió y le respondió con aladas palabras:
-
Si las armas
de los Dioses no pueden derrotarte, utilizaré mis armas de mortal.
Y tan pronto
como puso fin al parlamento comenzó a realizar una lenta y sinuosa danza
guerrera que se aceleraba por momentos. El dios quedó maravillado por su
destreza, la ferocidad de sus gestos y el increíble erotismo de sus movimientos,
de modo que quedó tan prendado de Beligeronte que ya nada podría negarle.
-----------
-
¡Un momento!
– exclamó uno de los reunidos. – ¿Beligeronte era una mujer?
-
Nunca dije
que no lo fuera, Tiné – respondió el Narrador, visiblemente ofendido por la
nueva interrupción de su relato. – Pero, ¿es acaso relevante dada la situación
en la que nos encontramos?
-
¡Acrecienta
nuestra humillación, maldita sea tu ascendencia!
La voz de su
señor se alzó como un torbellino, poniendo fin a la discusión de inmediato. Una
lanza había traspasado de parte a parte el corazón de Tiné, arrojada desde el
trono de piedra del monarca. Éste cayó al suelo con un estruendoso resonar de
su armadura y sus miembros quedaron sin vigor.
-
Continúa la
historia, hijo mío. Sea pues ésta una última advertencia para todos los que
sientan la necesidad de interrumpir de nuevo tu narración. Ya no habrá más
humillaciones para Tiné, pues en la triste morada del Inframundo podrá
gloriarse de haber muerto a manos de alguien que le superaba en mucho en
habilidad.
Un
estruendoso silencio se extendió por la caverna como el que se extiende tras
funesto alud de nieve en las montañas. El Narrador obedeció el mandato de su
padre, y así continuó su relato.
--------
Tres fueron
los presentes que recibió Beligeronte del Señor del Inframundo, pues tres veces
yació con el dios. El primero de todos fue el perro Pandinos, la bestia
infernal que utilizaba personalmente para dar caza a las almas que se perdían
en el camino a su morada. Nada escapaba a la percepción de la bestia y era
capaz de exhalar fuego por sus fauces.
El segundo
fue una audiencia con Pangastro. La sombra de su insaciable tutor se encontraba
pesarosa en la orilla de un tumultuoso río negro como la brea que era incapaz
de cruzar, pues no sabía nadar. Beligeronte le pidió que le contara todos sus
secretos, como ya hiciera en el mundo mortal. Pero esta vez Pangastro no pudo
negarse, ligado como estaba a la voluntad del Señor del Inframundo.
-
Muy
importante tiene que ser tu misión si has llegado hasta este lugar para
sonsacarme todo lo que sé. Sea pues tu voluntad, ya que esta vez soy incapaz de
negarme.
Así habló el
gigante entre lamentos, y reveló sus secretos a la muchacha. En tiempos
pretéritos los gigantes lucharon una vez contra los dioses, y aunque fueron
derrotados y esclavizados a su voluntad, algunos Bienaventurados cayeron ante
los forzudos colosos. Ése era el conocimiento que Beligeronte ansiaba, el modo
en que se podía matar a un dios, pues de haberlo conseguido nunca habría
descendido al Inframundo.
-
Antes de
ejecutar el golpe fatal, a los dioses hay que extraerles la ambrosía del
cuerpo. Golpea su cuello, la parte interior de sus muslos y el corazón. Cuando
la ambrorragia les deje débiles y
marchitos habrás de cercenarles la cabeza, pues sin el icor divino en las venas
serán incapaces de regenerar otra.
Y con este
conocimiento adquirido abandonó al gigante sumido en sus oscuros pensamientos.
El tercer
regalo no fue otro que su renacimiento, para poder destruir a sus enemigos y
cumplir con su destino. El Señor del Inframundo cumplió con su ruego y tan
pronto como la afirmación salió despedida de sus labios su aliento divino
penetró en los pulmones mortales de Beligeronte y sus ojos recobraron el brillo
de la vida.
Con un
rugido inarticulado su cuerpo recuperó el vigor y se alzó en el páramo yermo de
las Mansiones del Caos, con la sombra de Pandinos a su lado. El hacha del Señor
de la Guerra giró como un torbellino en su muñeca y los golpes se dirigieron a
los puntos débiles que le revelara Pangastro.
El icor
divino escapó de aquellas abominaciones en acelerada ambrorragia y pronto sus semblantes se tornaron grises y ajados
hasta el punto en que, postrados ante ella, rogaron por su misericordia. Pero
ninguna hallaron en Beligeronte, que con rápidos tajos les separó las cabezas
de los cuerpos.
Y es así
como la humanidad recibió los presentes de la caída de aquellos monarcas de la
oscuridad, pues sus sueños ya no se verían perturbados por horrenda pesadillas,
ni la locura haría presa en las mentes mortales, ni tampoco las enfermedades ni
la vejez, aunque la muerte aún podría acontecer por voluntad del Señor de la
Guerra o del Inframundo.
Tan pronto
como atravesó la frontera de retorno a los Reinos Límite, las nubes del cielo
se amontonaron como una jauría de lobos
y el Dios Padre, Aster, habló con voz de trueno a la heroína victoriosa:
-
Me has
servido bien, Beligeronte. Las Mansiones del Orden se encuentran engalanadas en
tu honor y no hay deidad que no ensalce tu hazaña, ni que reniegue brindar con
sus pares con la inmortal ambrosía. Pero aún queda una misión que deberás ver
cumplida si deseas alcanzar la divinidad junto a nosotros. Deberás viajar hasta
la Sima Inconmensurable y dar muerte a los Guardianes de la Balanza. Sólo
cuando finalices tu tarea podrás regresar a nosotros y recibirás tu merecida
recompensa.
Beligeronte
quedó contrariada por la nueva misión, pues ya fueron muchos los trabajos
realizados en nombre de sus patrones divinos, pero no renegó de ella y asintió
al dios padre antes de que éste desapareciera con un centelleo.
Pidió a
Pandinos que le guiara hasta la morada de los Señores del Equilibrio Cósmico,
mientras una oscura sospecha y el rencor crecía en su interior. ¿Se debía
quizás a la influencia de la sangre divina que cubría su cuerpo tras la muerte
de los Señores del Caos? ¿Fue quizás su relación con el Señor del Inframundo lo
que le impulsó a obrar como os relataré a continuación? Quizás nunca lo
sepamos.
Su fiel
mastín le condujo hasta la entrada a la Sima Inconmensurable, un lugar
inimaginable situado entre la frontera de los Reinos Límite y las Mansiones del
Caos, imposible de discernir para un mortal, pero no para una criatura como
Pandinos, pues nada escapaba al olfato de la bestia, menos aún cuando servía a
uno de sus moradores: el Señor del Inframundo.
Atravesaron
el umbral y tan pronto como tomaron tierra en su infinito descenso ya estaban
esperándoles sus Guardianes: Tiempo, Natura, el Señor del Inframundo y tantos
otros. Ella enarboló el hacha del Señor de la Guerra y se dispuso a cumplir con
su cometido. Los Guardianes de la Balanza no se resistieron y ofrecieron sus
puntos débiles para que acabara con su existencia.
Pero algo
retuvo a Beligeronte, una reflexión sobre lo que ocurriría si cometía aquel
nefando deicidio. Con la caída de la Balanza, el tiempo se detendría, así como
la muerte, el nacimiento y crecimiento de todo lo existente. Ningún cambio
acontecería, pues sólo orden e inacción restaría, ¿era acaso ésa la recompensa
que esperaba obtener? ¿Era acaso ése su regalo para la humanidad?
Los Señores
de la Balanza hablaron con una sola voz, y advirtieron a Beligeronte que el
Equilibrio se había roto con la destrucción de los Señores del Caos, y que los
Dioses del Orden, en su locura, acabarían con la existencia misma si aquella
mortal cumplía con su mandato sin reparar en las consecuencias.
------------
-
El resto de
la historia es cosa sabida por todos los presentes – clamó el Narrador ante
unos oyentes cada vez más demacrados y marchitos: el icor divino ya no fluía
por sus venas, – Pues como sabéis,
Beligeronte urdió un plan con los Guardianes de la Balanza para darnos una
lección por la que aún pagamos las consecuencias.
>> Le revelaron nuestros secretos para
que pudiera acabar con todos nosotros. Y cuando todo estuvo dispuesto, abrió el
saco donde contenía a Ragé y éste le transportó hasta nuestras divinas moradas
celestes. Aster la recibió con efusividad, pues creíamos, que había cumplido
con la misión encomendada. Pero ella negó con la cabeza hasta tres veces, pues
tres veces le inquirimos sobre el asunto. Entonces el Señor de la Guerra le
preguntó por qué había regresado, a lo que Beligeronte respondió: “Para acabar
con vuestro reinado de locura”
>> El Dios Padre bramó de ira haciendo
que las nubes se amontonaran a su alrededor, y antes de que Beligeronte pudiera
causarnos daño alguno dio la orden para que le despojaran de las armas
sagradas. La Guardiana reclamó su escudo, y éste voló directo hacia su mano. El
Señor de la Guerra enarboló su hacha tan pronto como ésta se posó en su
diestra. El Herrero Tuerto alzó su martillo y golpeo el Yunque de la Creación y
el estruendo que le siguió hizo que la armadura se hiciera añicos como si de
cristal se tratara. La guerrera estaba lista para el sacrificio por su
insolencia y rebeldía. Aster cerró el puño sobre el Mastigópiro, el látigo de
rayos con el que azota las nubes de agua y ambrosía, y con un movimiento tan
rápido como el viento lanzó un certero golpe directo al corazón de Beligeronte.
Todos los
congregados se encogieron de temor dejando escapar algunos gritos ahogados,
pues conocían muy bien lo que ocurrió después: su destrucción, su ruina y su
encierro en aquel lugar, para languidecer hasta el fin de su existencia.
-
Beligeronte
alzó el brazo y atrapó el Mastigópiro, sin recibir daño alguno. Parecía que los
ojos de los presentes iban a salirse de las órbitas ante aquel portento. Y
entonces rugió “Desdichados. Pues creíais tenerme a vuestra merced. El
Mastigópiro también está destinado a mí, como lo estuvo vuestra hacha, escudo y
armadura. Tomé buena nota de vuestras tretas, y hete aquí que me presento ante
vosotros como Beligeronte Tetragenia,
¡pues Natura dio a luz a Aster y así lo hizo también conmigo!” Y de un tirón
arrebató el temido Mastigópiro de tus manos, oh padre, y con el restallar de
aquel látigo portentoso golpeó a diestra y siniestra a todo aquel que se le
acercara.
>> Beligeronte conocía los secretos de
aquella arma legendaria de boca de los Guardianes de la Balanza. Pues como
todos sabéis, el vapor de la grasa de los sacrificios en nuestro honor se
acumula en densas nubes rosáceas, que sólo pueden discernirse al amanecer o
atardecer de los días, justo en el momento en que mi mirada no se posa en el
mundo. En ese instante es cuando Aster envía a sus jaurías celestes a la caza
de dichas acumulaciones para dirigirlas sobre nuestra morada. Allí nuestro
padre las azota con el látigo flamígero y ellas precipitan la ambrosía en las
fuentes y barreños de oricalco dispuestos a tal efecto para podernos alimentar.
¡Del mismo modo azota las nubes hidróferas
para precipitar tormentas sobre la tierra de los Reinos Límite!
>> Beligeronte sabía de tales poderes y
utilizó el Mastigópiro en nuestra contra, pues en lugar de extraer la ambrosía
de las nubes, el golpe del rayo extrajo la ambrosía de nuestras venas, que
salió en torrencial ambrorragia. Y a
todos los que a pesar de su demacrada situación osaron luchar con ella los
decapitó con un certero golpe del arma.
>>De tal modo los más belicosos de
entre nosotros cayeron los primeros, pues así les impulsaba su naturaleza: el
Señor de la Guerra, la Guardiana, los Arqueros Gemelos o la veloz Eole.
>> El resto de nosotros, inermes o
incapaces, buscamos la protección de nuestro padre Aster colocándonos detrás
suya y derramando lágrimas de desesperación ante la destrucción acontecida. Fue
entonces cuando nos condujo hasta esta trampa en la que languidecemos por obra
del tirano Tiempo, pues cada hora que ha transcurrido en este lugar supone un
año sobre nuestros cuerpos desprovistos de inmortalidad.
>> Para aumentar nuestro calvario,
Beligeronte azotó una pequeña nube de ambrosía y precipitó su sustancia sobre
la copa de oricalco de nuestro dios padre, para que sólo él bebiera y pudiera
contemplar cómo uno a uno languidecemos y nos sobreviene la muerte. ¡Qué
opciones nos quedan, desdichados de nosotros! ¡Pues si intentamos huir de este
lugar nuestro paladín y verdugo nos espera para separarnos las cabezas de los
cuellos!
------------
Aster se
secó las lágrimas con el antebrazo cuando el Narrador, el Niño Astral, se
tendió a sus pies y exhaló su último aliento. Ante él los muchos dioses que
antes conformaban su orgulloso panteón yacían como una alfombra de cuerpos
decrépitos y huesos quebradizos.
Y a pesar de
su tristeza, todo se había resuelto de acuerdo con sus planes.
Pues, ¿quién
si no él había decretado el nacimiento de la beligerante Beligeronte? Las tres
diosas no deseaban acatar su mandato, y formularon palabras proféticas: “Si permitimos
que un mortal porte las armas sagradas de nuestros hijos para destruir a
nuestros odiados enemigos, ¿cómo evitarás que esas mismas armas se vuelvan en
nuestra contra, Aster?”.
El dios
padre conocía muy bien la respuesta, pues así lo había dispuesto cuando
consultó al Oráculo en la Sima Inconmensurable. Aquel guardián del equilibrio
le advirtió que su prole se había extendido en demasía, pues ya sólo siete
Dioses del Caos se oponían a las cincuenta deidades celestes.
-
Debes reducir
vuestro número, Aster, o nos precipitaremos hacia la Inexistencia. Como
Guardián del Orden no podrás crear el Caos que restablecerá el Equilibrio, pues
no está en tu naturaleza ni en tus capacidades. Válete pues de las capacidades
de un mortal y nosotros te proporcionaremos los medios.
Y así lo
dispuso el Dios Padre, pues cuando se designaron a los tres mentores que
educarían a Beligeronte, fue precisamente la elección de Pangastro obra de
Aster. Puesto que el Gigante Insaciable guardaba un juramento inquebrantable
con el Dios Padre desde el momento en que su raza fuera aniquilada por los
Dioses.
El gigante
no sería capaz de revelar sus más profundos secretos, como era el conocimiento
de dar muerte a los dioses, y Beligeronte se precipitaría en el Inframundo en
el momento en que se enfrentara a los Dioses del Caos. Sólo en las tristes
moradas de los muertos Pangastro quedaría desligado de su juramento y podría
hablar con libertad con el Azote del Caos. Así lo designó el soberano celeste,
a espaldas del resto de deidades celestiales.
Pues no fue
el Señor del Inframundo el que se prendó de la belleza y gracilidad de la
heroína, sino el mismo Aster, que bajo un disfraz tomó la forma del sombrío
señor, pues los Guardianes del Equilibrio así se lo permitieron, con el fin de
poner Orden en el Caos futuro.
Tres veces
yació con la heroína el padre de los dioses y tres serían los vástagos que
vendrían al mundo en los años venideros. Pero la naturaleza de los mismos
escapaba al escrutinio del señor de los Cielos, pues ni siquiera el Oráculo
tuvo a bien revelársela, ya que el Guardián sospechaba que intentaría influir
en su carácter para posicionarles de su lado.
Aster temió
que la Balanza Cósmica buscase la destrucción de los Dioses del Orden para
crear un mundo gobernado por su influencia. De este modo también él cayó en la
telaraña de su propia trampa y dio la orden a Beligeronte para destruir a los
moradores de la Sima, pues temía el fin de su reinado.
Beligeronte
tomó una decisión, pues los actos irracionales del Dios Padre condenaban la
existencia misma de la vida y el Cosmos. Descubrió su parentesco con Natura y
ella la acogió en su seno durante el tiempo necesario para que el Mastigópiro
la reconociera como digna portadora. El informe Tiempo lo dispuso todo para que
en tan sólo un instante transcurrieran eras de gestación divina y Beligeronte
surgió de la tierra fecunda en una explosión de tierra, humus y lava.
Nada
escapaba a la perspicacia de los Señores del Equilibrio, de modo que
conformaron una tabula rasa en los
panteones de los Reinos Límite valiéndose de aquella guerrera.
La Balanza
volvió a situarse en equilibrio.
Tras todo lo
ocurrido, Beligeronte era consciente de que con sus actos había despertado a
los poderes del Caos de nuevo, y que ella sería el recipiente para aquellas
fuerzas que pronto harían presa de su ser, pues ni el más poderoso de los
héroes puede enfrentarse a tales fuerzas ruinosas sin verse influenciado por su
cautivadora atracción.
Un único
dios restaba para restablecer el Orden en los Reinos Límite, y una nueva diosa,
Beligeronte, para desatar el conflicto en los mismos. Con el Mastigópiro en su
poder, el antaño Azote del Caos quebró nubes de ambrosía y lluvia para que su
sustancia se vertiera en el mundo.
Los
Guardianes del Equilibrio hicieron uso de sus poderes para que aquel acto de
puro y desmedido desorden restableciera el equilibrio previo, y a aquellos
mortales que tocó la ambrosía se transformaron en dioses inmortales, repartidos
a partes iguales al servicio del Orden, el Caos y el Equilibrio.
La lluvia
mezclada con la ambrosía creó los nuevos héroes que lucharían para dirimir las
disputas entre los dioses, pues así establecieron los Guardianes de la Balanza
que se resolvieran los conflictos entre los tres credos desde entonces.
Muchas
batallas se librarían en el futuro por la supremacía, pero de nuevo era algo
que escapaba al escrutinio de Aster, encerrado como estaba en las profundidades
de la Sima Inconmensurable.
¿Era quizás
su destino que alguien consiguiera liberarle para erguirse de nuevo como
soberano celeste? ¿Serían quizás los tres vástagos de Beligeronte los
encargados de realizar dichas tareas? ¿Era esta su recompensa por tantos siglos
dedicados a salvaguardar el mundo de la influencia del Caos? Quién sabía. Tan
sólo restaba una cosa por hacer.
Con paso
decidido se acercó al cadáver del demacrado, antaño hermoso, Niño Astral, el
Narrador de Historias. Extrajo sus ojos de las cuencas y los arrojó con todas
sus fuerzas hacia el exterior. Primero uno; después el otro. Su luz bañó los cielos
una vez más, pero ya no como los globos oculares de su curioso vástago sino
como los nuevos astros solar y lunar.
Como
soberano celeste, aún podría observar a través de aquellas esferas
incandescentes los hechos que acontecerían en las eras venideras sobre la
tierra de los Reinos Límite. Tenía toda la eternidad para hacerlo. El deiforme
Aster se sentó de nuevo en su trono, admirado con la devastación acontecida
contra sus hijos y hermanos. Alzó la copa de ambrosía, y con un sombrío
pensamiento bebió de la inmortalidad líquida con un brindis:
“Por
Beligeronte Tetragenia, la única
mortal que pudo gloriarse de haber sido más inteligente que el Padre de los
Dioses”.